Dejá un comentarioSegún contaba Marcelo T. Kashoga, esos indios eran gente muy amable y –contra lo que se piensa– de un refinamiento rayano en la delicada etiqueta del siglo XVIII. Pero más que por todo esto, que ponía al joven en un estado de ensoñación –y tanto Cintia como Cristina Boro se vieron inmersas en la estancia envolviente del relato–, más que por tan exquisita amabilidad, Marcelo T. se sumía en el encantamiento cuando recordaba las revelaciones recibidas de los indios. Describió entonces, para los oídos azorados de ambas mujeres, una escena que había constituido la suma de lo que aprendió entre ellos.
En esa escena, él estaba sentado junto al fuego con un anciano mapuche. Caía la tarde y del fogón se desprendía un olor a café, mezclado con ciertas especias que las tres nietas del viejo recolectaban en el solsticio de marzo y preparaban durante todo el invierno. Ahora, esas mismas tres doncellas se encargaban de llenar una y otra vez las tazas del viejo y del muchacho, que bebían apacibles, mientras contemplaban los colores de unas sierras bajas, rodeadas al pie por una extensa franja de araucarias. El silencio era tal, contaba Marcelo T., que casi resultaba perceptible el rumor acuoso de la savia en el pasto y que se distinguía –apenas se hacía un esfuerzo– del lejano murmullo de los humores más espesos de las araucarias, o bien podía escucharse el contrapunto del viento que siseaba entre las aguzadas hojas y la brisa suave proveniente de las pestañas de las nietas, que bajaban los ojos con pudor toda vez que, por casualidad, la vista del joven se cruzaba con la de ellas. Hasta que, finalmente, Marcelo T. le comunicó esas sensaciones al anciano.
—El que puede oír, tal vez, algún día, pueda ver —repuso misteriosamente el mapuche.
El joven asintió, atrapado a medias por el secreto que emanaba de esas palabras, pero pansando, también, que había en ellas cháchara de viejo. Es que —les explicó Marcelo T. a Cintia y a Cristina Boro— no se trataba de un anciano sabio ni de nada por el estilo. Como todos los viejos, chocheaba, refunfuñaba, era infantil y se olvidaba de las cosas. A tal punto era así que, a veces, las nietas le perdían el respeto, como cuando lo arrastraron de las piernas hasta un arroyo, porque el muy sucio llevaba cuatro días sin asearse; o como cuando lo echaron a coscorrones del morral de golosinas que le aumentaban el azúcar en sangre y le comían los dientes.
Al cabo de un rato, el viejo volvió a salir del sopor contemplativo. Levantó una mano y señaló las sierras.
Marcelo T. acompañó su relato, levantando también la mano, y las dos mujeres siguieron el gesto inútilmente, hasta encontrarse con un almanaque que rompió por un momento el encanto de la fábula. En la cocina, apenas se oía el zumbido de la heladera que parecía subrayar las palabras del joven.
—Esas sierras… ¿ve esas sierras? —preguntó el viejo.
Marcelo T. dijo que, naturalmente, las veía. Notó además que las tres nietas daban un respingo; a la más joven se le volcó media jarra de café; la mayor de las doncellas le susurró a la más hermosa, ocultando su boca con una trenza negra: “Ahora va a hablar de más”.
—Pero no son sierras, en realidad —agregó el viejo.
El muchacho permaneció mudo, intentando decifrar un sentido oculto en lo que había oído. Especulaba con que su falta de respuesta estimulara al mapuche para continuar. Las doncellas intercambiaron mensajes de alerta con los ojos, en tanto que las dos mujeres, en la cocina, traspuesto ya el umbral de la ficción, esperaban con Marcelo T. la respuesta del anciano.
—No eran sierras, en realidad —repitió el joven, penetrando a sus oyentes con una mirada que buscaba indagar en Cintia y en Cristina hasta dónde calaba su relato. Y antes de que alguna de las dos pudiera sacudirse del anzuelo con la brusca interferencia de la pregunta que tensaba el aire, Marcelo T. hizo lo que no había hecho antes con el viejo: la formuló él.
—¿Pero qué eran, entonces, esas sierras? ¿Eh?
—Son castillos… castillos que usted no puede ver —llegó desde los ecos de aquel valle patagónico hasta la cocina de Cintia la aclaración mapuche.
Tan pronto como el viejo hubo dicho esto, la mejor doncella desnudó como al azar un pezón oscuro cerca de la boca del joven, procurando distraerlo —y Cintia y Cristina debían disculpar tanto el realismo del relato como la realidad pagana de los hechos—, mientras otra comenzaba a tironear de las crenchas de su abuelo con el pretexto de que una peligrosa araña había comenzado a confundir su nido de hebras blancas con el cabello venerable y la tercera reclamaba auxilio ante no se entendía bien qué peligro.
Marcelo T., que no había perdido la calma, cubrió delicadamente el seno, peinó los cabellos del anciano y tranquilizó a la tercera. Acto continuo, pidió que se dejara hablar al viejo. Sacó un frasco de ginebra que brilló en la noche y puso más brillo todavía en los ojos de los cinco contertulios.
—Son castillos. Eso es todo —repitió el anciano. Las jóvenes doncellas ahora permanecían mudas; de una canastilla empezaron a retirar las vituallas que serían la cena.
—¿Pero es que se trataba, entonces, solo de hermosas cuevas que, en el habitual convivio con la naturaleza, se le imponían al indio como castillos majestuosos, donde la estalactita es un busto del tiempo y las extrañas fosforescencias minerales constituyen brocados laminados de oro? ¿Era solo eso? —atronó la voz narradora de Marcelo T.—, ¿era apenas la imaginación de un indio pobre que equipara, quizá con resentimiento, la riqueza natural que lo rodea a la riqueza poderosa del europeo? ¿Era solo eso?
Y Cintia pero con mayor énfasis Cristina Boro negaron con la cabeza, atónitas.
—No. Claro que no —respondió el anciano—. Allí, donde usted ve un pico, hay en realidad verdaderas almenas. Si el blanco insiste en que somos salvajes, solo puede ver montañas en nuestra arquitectura. Pero alguna vez se darán cuenta. Y no sé si nos conviene.
Marcelo T. Kashoga calló unos instantes y alzó la mirada hacia el cielorraso. Su nariz de pájaro parecía buscar en aquellas alturas las migajas sobrantes de su historia. En tanto, la señora Boro apreció ese silencio como una secuencia más de la narración.
—Los indios, acostumbrados a las lejanías, construyen de lejos —comentó el muchacho por fin, con un brillo evocativo en los ojos; parecía olvidado de su auditorio; la frase rebosaba de un extravagante hermetismo—. Para entender esas cosas —añadió, volviendo a tomar en cuenta a las dos mujeres—, es necesario ver como ellos ven.
Era ya evidente que el relato se perdía en estribaciones vacuas, pero el joven agregaba a los últimos coletazos la gradación debida para hacer más suave el regreso a la cocina. Movía la cabeza lentamente, a uno y otro cosatado, como si lamentara algo muy íntimo, al tiempo que su mirada iba descendiendo hacia el piso. Cintia sabía muy bien que esa era la forma con que su hijo distraía al auditorio para que el final no fuera tan brusco y permitía así que las resonancias de sus historias se fueran diluyendo en el punto de fuga conformado por su persona.
—Eso es todo —concluyó entonces.
Hugo R. Correa Luna, “Papel dorado”, en Pequeños animalitos (Dábale Arroz Ediciones, 2022).
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Sé hacer —en todo caso— lo que imagino que los neobarrocos hicieron: negarme a ser neobarroco, tal vez porque en esa negación está el origen de su sentido. Niego y resto y desagrego en exceso para no soportar el rastro del vacío que nos horroriza. Porque cabría preguntarse por el origen micropolítico neobarroco latinoamericano, que no fue otra cosa más que la opresión, la censura, la inquisición, la dictadura militar: fuerzas de origen, pasajes entre lo que los brasileños llaman lixo (pobreza) y luxo (lujo); para no señalar tan sólo su proliferación en la sexualidad o en las andanzas marginales como lo hizo y lo logró Néstor Perlongher.
La poesía es ese proyecto del que nadie habla, como dijo Ashbery, porque nadie lo volvió asequible, nadie lo alcanzó y eso es neobarroco: esa distancia, esa querella tácita, esa guerrilla cifrada contra el otro cuchicheo de las Parcas. Aunque en ese proyecto esté tantas veces incluido uno mismo —a despecho de sus sentimientos si no de lo sentimental, que uno siempre detesta en la realidad pero colma de emoción en cada sílaba, en cada melodía barata. Supongo que debo decirles que todos estos años, en mi caso ya más de un lustro, no he hecho otra cosa que serle fiel a la incompletud y eso es acaso mi propio neobarroco estilo: intenté el fragmento, que no es sino el anagrama de mi propio nombre (rotura): no pertenezco al detalle, al corte, al di taglio etimológico sino a lo fractal, a aquello que por estar separado no se puede conectar con su entero.
Pero el neobarroco no fue un movimiento, fue una nominación. No se fundó. En eso radica su felicidad. No hubo gente trabajando en torno a la piedra o perla irregular llamado “berrueco”. Hubo más bien una dispersión fugaz, una impronta que resiste aún toda la fijeza.
Y al poco tiempo, y casi sobre su muerte, a Perlongher se le ocurre –y ahí hubo un tour-de-fórceps, como dijo Julián Ríos– la palabra neobarroso. Se produjo una invención, cantó otra partera: hubo una nueva nominación para neobarroco. Y aunque hay una justificación rioplatense del nombre, por el barro del fondo del río, también hay un efecto de superfluo, de contratapa o tapa en contra, como decía Osvaldo Lamborghini: algo no quería fijarse, ni legalizarse, ni territorializarse. En eso, insisto, está la felicidad o verdad entre comillas del neobarroco, en esa impermanencia que todavía resiste. En esa especie de non-sense.
El neobarroco es un movimiento de categorizaciones, muy amplio, y muy puntual al mismo tiempo. Es una actitud de época. Nadie lo definió mejor que Omar Calabrese, como categorización que excita el orden del sistema con fluctuaciones y turbulencias. Así Omar señala el poder del neobarroco como algo que no se adecua a las definiciones contrapuestas de clásico versus barroco, por ejemplo, sino que va más allá porque rechaza las ideas de un desarrollo o de un progreso, y también las de corsi y ricorsi históricos. Valerio Magrelli, en su prólogo a la versión en español de su libro Ora serrata retinae escribe: “…una cosa de la que estoy convencido es la visión no históricamente progresiva de la poesía (…), ese sentido casi progresivo de telenovela, por el cual se combatía contra un tipo de literatura clásica que, se suponía, empleaba instrumentos y estructuras canónicas, y, según este esquema, la Vanguardia colocaba las primeras mechas y hacía explotar las minas, encendía las hogueras y todo se desplomaba ante la victoria de la disociación lingüística.”
Ahora bien, el neobarroco siempre estuvo fuera de esa idea de progreso o mutación. Por lo tanto, me parecía inconcebible que el “Diario de Poesía” en su momento intentara generar una polémica oponiendo objetivismo a neobarroco. Me parecía que se extremaba la creencia en el carácter progresivo de los estilos y los géneros hasta imaginar que el neobarroco abarcaba de algún modo al objetivismo, en todo caso, en su fluidez expansiva. Muchos “objetivistas”, sin embargo, me confesaron sentirse neobarrocos: el neobarroco como el peronismo es un sentimiento.
Arturo Carrera, “Todo sobre el neobarroco”, en Misterio ritmo (Espacio Hudson, 2021)
Dejá un comentarioDejá un comentarioSi yo fuese un escritor libre, digamos del siglo XVI, Montaigne por ejemplo, o Dios quisiera, Shakespeare, para no hablar del español que por respeto ni me animo a nombrar, ahora podría permitirme una reflexión, altanera, melancólica y conmovedora, y el sentido de esa reflexión –no la poesía, ya que a principios del tercer milenio los escritores no somos libres– sería algo así:
¡Oh, paradójica, cruel y cómica condición humana! ¡Cuántos hombres habrán muerto en el momento de tender la mano hacia lo que más anhelaron en su vida! ¡Y cuántos más han vivido los momentos esenciales de sus vidas con un acorde exterior que convirtió el placer en vergüenza o congoja o martirio, y el dolor en opereta, risotada de desprecio o asco!
Enrique Butti, El novio (El Cuenco de Plata, 2007, p. 228)
Dejá un comentarioPero lo que quería contar era que yo trataba de achicar el tedio de aquellos viajes trazándome puntos de arribo próximos. Dividía tiempo por espacio fijándome en los espejismos de la ruta. Miraba a lo lejos, a los brillos lejanos, mojones como oasis, charcos de luz sobre el asfalto, y rogaba silenciosamente: “Ojalá ya estuviéramos ahí”. Claro que a medida que el Peugeot 403 avanzaba, pese a todo, esos charcos brillantes se iban “corriendo”, de manera que el espacio infinitamente divisible de mi aburrimiento no se aliviaba con la llegada a ese punto de alivio parcial, porque nunca se llegaba. Cuando finalmente entrábamos a la ciudad balnearia, nuestro Peugeot 403 no había “pisado” el resplandor.
Así, aunque en general la estructura de una novela y su plan no se me revelan con particular detalle, tengo algunos puntos brillantes, puntos de arribo que me sostienen durante la escritura. De antemano, son los que imagino como “momentos altos” del libro, sus núcleos tal vez, que determinan la elección del asunto y lo cierran o lo transforman, y sin los cuales el libro se caería. Sin embargo, del mismo modo que en la ruta, a medida que me acerco a esos puntos el brillo inicial va desapareciendo. Pero, a diferencia del modelo anterior, no lo sustituye una nueva promesa. Podría pensar que su existencia (incluso en su delicuescencia) produce el efecto de una estructura ausente pero secretamente viva, y que los resplandores existieron a condición de desaparecer a medida que el texto va siendo escrito. Así, la novela real que se produce a lo largo del proceso es el cuerpo negro y yerto que resta una vez disuelto el llamado de la luz de aquellos nodos. Porque, sin duda, un libro es la prosa que lo urde y el tono que lo sostiene; pero su eje es el resplandor de su asunto, diseminado en esos puntos que nunca pueden ser atrapados.
Daniel Guebel, Un resplandor inicial (Ampersand, 2021, pp. 98-99)
El lector literario existe, ignorar su presencia es como omitir a esos miembros del canon, el canon ausente (…) El lector literario siempre está disconforme, sospecha de lo unánime y sus formas de circulación. Casi al borde del escritor, su ensayo sobre la memoria de lector es una aventura discreta, un proceso de lenta acumulación, un diálogo de sí y para sí, definición de territorio.
La literatura argentina arde en los bordes. Si hay un canon, si todavía existe algún tipo de canon y no se licuó con la llegada del siglo XXI, es probable que lo más interesante aparezca en las notas al pie de ese gran listado, en los pasillos laterales de ese mausoleo ficcional.
Tengo la impresión de que si existe un “canon ausente” es aquel donde no se escribe contra el canon –llega un punto en que este ni siquiera importa–. De Lellis, Wernicke, Rozenmacher, Orphée, Castilla, Moyano, Demitrópulos, Colautti, Bañez, Thonis –se pueden dar mil nombres y vale la pena hacerlo, pero lo que queda es la invitación a leer de otro modo–. No se trata de una literatura “contra” el canon sino de la afirmación de una deriva de las conexiones, cómo las voces y las imágenes conectan con otras, qué mundos traman más allá de los autores y las obras. De algún modo trazan el mapa de un territorio imposible, incluso un mapa hecho para perdernos. A largo plazo, los nombres se pierden y los destinos individuales se confunden, entonces ya no importa quién ni cómo, sino la felicidad rara de una multiplicidad que no reconoce jerarquías ni modelos, un viaje nómade que no va a ningún lado, menos aún al cementerio de la canonización.
Hay que creer también que no es uno el que rescata el texto ausente, sino que más bien se invoca esa ausencia, ese fantasma, para que nos rescate a nosotros.
El texto fantasma no clausura el sentido pero deja margen para que el lector siga completando la escritura. No es el texto principal o visible el que le da sentido a la lectura sino que es el texto fantasma o invisible el que permite que el lector reponga lo que no está dicho. Es en esa relación que la lectura encuentra una posibilidad para su propio despliegue.
“Canon ausente”, por Genovese / Raia / Conde De Boeck / Farrés / Luppino
Dejá un comentarioDejá un comentarioEn literatura tendemos a verlo todo en términos de una sucesión que mira hacia el futuro desesperada de novedad, por eso una lectura que sigue el mapa de la simultaneidad lo trastorna todo. Necesitamos un Aby Warburg, un Atlas Mnemosine de las letras.
Pablo Farrés, en “Mitología interior”, entrevista por Omar Genovese
Dejá un comentarioLos lectores de poesía solemos tener un sueño: pasar las páginas de una Enciclopedia llamada Tuñón, llenas de fotografías, mapas, retratos, fechas y anécdotas que expliquen cada una de las citas que hay en La calle del Agujero en la Media, editado en 1930 por Manuel Gleizer. Páginas y páginas de países que ya no están, ciudades que murieron, catedrales, bares, puertos, estaciones de trenes y marcas de cerveza (como la fischer Schiltigheim), y nombres de calles, dibujantes, actrices, músicos, escritores, viajeros y personajes de novelas. Una historia por cada cita, un verso por cada historia. Desde el jabón Cadum al periodista Jimmy Herf de John Dos Passos; desde el melancólico Aloysius Bertrand y su Gaspar de la noche a las ciudades de Carcassonne y Chartres, Chicago y Québec porque todas ellas son nudos de rieles ferroviarios y es por eso que Tuñón dice “caminos que parten y caminos que vuelven”. Una Enciclopedia llamada Tuñón que podría extenderse hacia toda su obra, e incluso contener una antología de toda la poesía argentina bendecida por su espíritu de permanente asombro. Todos lo sabemos: a través de Tuñón se puede escuchar el rumor (palabra tan cara en él como fervor en Borges) del lenguaje que habló este mundo desde los inicios del siglo XX. Sin embargo, siempre nos faltó saber quién fue Michel Berboff.
“Enciclopedia Tuñón”, por Lautaro Ortiz
Néstor Sánchez a través de Hugo Savino: la posición Sánchez en la guerra del lenguaje. Ir hacia el desconcierto acumulado (querer decir lo que es demasiado incierto), dejar atrás la mercadería transmisión: “Nada que transmitirle a nadie” (naides es más que naides: Lamborghini en resonancia).
Escribía en el momento en que la sacrosanta ficción empezaba su reinado. El realismo llegaba. O se redefinía, para decirlo ampuloso a risa. Una escolaridad de la literatura ya se había instalado, una profesionalización ocupa todo el terreno. La maldición escolar. Todos empezaban a escribir la misma novela: “Lo cierto es que en este tipo de novelas bastante parecidas entre sí y por lo general llamadas “realistas”, lo más fácil de comprobar es que el lenguaje, esa aventura artísticamente descomunal y bastante desacreditada, ha sido enajenada para otros fines”. En la guerra del lenguaje apareció la decisión de acabar con lo artístico descomunal. Liquidarlo. Ponerle la tapa. Había que impedir que Jarry, o podemos decir Macedonio Fernández, se repitieran. Un ejército de profesionales de la estética y de la enseñanza (la demencia universitaria dijo Samuel Beckett) se consagró a eso. Una guerra que todavía dura.
Entre libros permitidos y libros no permitidos. Empezó de manera oficial la guerra contra el poema. Sánchez escribió toda su obra en el inicio de esta guerra. La vio venir. No se la ocultó. El imperativo de esos profesionales era decir algo, tener personajes claros, definidos, había que transmitir, había que saber lo que se iba a decir:
“El oro por ninguna parte, para desaliento de los acreedores de confianza: nada que transmitirle a nadie, ni convicciones para representar, ni la menor idea de lo que irá a decirse porque es demasiado incierto lo que querría decirse y sobre todo porque seguirá en pie eso de que no estamos en condiciones de merecerlo.”. Lo refractario Sánchez se escribía al costado del éxito social, del fracaso social. Dos cosas sin interés. Salvo que uno sea profesional. Sánchez ni siquiera fue profesional de nada. No quería que la Sociedad lo engrampara. Sólo eso. Pero, junto a su manera de escribir, su mayor pecado. Apostó al desconcierto acumulado, no retrocedió. Un escritor librado “a su propio juego”, “haciendo todo lo posible por expresar aquello que no conozco”. Refractario a la mercadería transmisión: maestro transmite, alelado ingurgita, y después pía la lección sin cambiar una coma: “Una: hacerse divulgador por escrito, o titular de cátedra amenazada por el sentimiento inmediato del porvenir y por el tedio que implica toda convención hombre-que-supuestamente-sabe frente a hombre-que-supuestamente-escucha-o-lee.”. En fin, se entiende que la obra de Sánchez mueva el piso, que se la vigile como una amenaza al empleo, pero los dueños de la transmisión pueden no leerla, finalmente pueden darse esa libertad y salir un poco de la angustia de controlar todo. Dan ganas de decirles que su trabajo está más seguro que nunca. Tranquilizarlos. Pueden no leer a Néstor Sánchez: “no pide ni da cuartel; y tampoco lo merece”.
“Cuaderno de hoja lisa”, por Hugo Savino (sobre Ojo de rapiña, de Néstor Sánchez)
Dejá un comentarioLaura Estrín da vuelta el guante de una efeméride dantesca para rumiar a Osvaldo Lamborghini y algunas lecturas sobre. Subrayados felices a montones:
Hay muchas maneras de estar vivo pero hay muchas más de estar muerto.
La singularidad de Osvaldo Lamborghini puede comenzar a verse en que volvió inútil toda la teoría literaria del siglo XX, le pasó el trapo, la atravesó.
Una obra que desespera fue como entendí hace tiempo algunas de las prosas de Lamborghini, una obra poemática –si sigo la afirmación de Néstor Sánchez.
…en la tradición de lectura argentina se sucedieron con igual predicado la generación de los “comprometidos” continuada en los “posmodernos” y una y otra vez en los “malditos”. Vanguardistas profesionales todos ellos, voluntad enceguecedora -como bien vio Nicolás Rosa y enceguecer es tapar la censura ejercida, desplazar. Trama donde Osvaldo Lamborghini está excluido porque éste pertenece a la literatura que desencadena verdaderos sacudones que vienen de Macedonio y Gombrowicz, llegan a él y luego pueden pasar por Hugo Savino, Milita Molina y Pablo Chacón. Por ejemplo y de diversísima manera.
Digo siempre que Aira interrumpió con su singular catástrofe alegre la tradición letrada y muy seria que triunfó en nuestras letras contemporáneas, pero fue Osvaldo Lamborghini el que venía andando con la tragedia –sus frases como silbidos de un vago llegan al corazón del sentido argentino, como cuando se pregunta si será posible vivir la vida que nos toca pero también la que queremos o directamente –escribe- por qué no pensar que la vida es imposible.
…entre catástrofe argentina, desatino de lectores y brillante amasado de lecturas, Osvaldo Lamborghini escribe un valioso crack up nacional. Quiero decir, la tragedia del sentido argentino.
…a ese guiso-concomitancia trágica es a la que nos devuelve Osvaldo Lamborghini cuando se pregunta por qué a veces solo se puede elegir entre “el Museo, siempre irrisorio en estas latitudes” o si “es preferible el universo concentracionario de los comentaristas sabios”. Es decir, se sabe apretado entre canon-museo y canon-crítico, dos formas de la muerte literaria. Lamborghini sabe que se excluye al que cambia de nivel, al que mezcla, al que no respeta límites genéricos, esas expectativas facilongas.
Osvaldo Lamborghini produce obras-efectos en la literatura argentina pero no todos los que se quieren en su estela lo están. Corren a él los organizados y disciplinados discípulos del mercado-espectáculo extendido, los que arman violencia y ficción vana mientras que Lamborghini sigue desafiándonos en su literalidad: “Hay que permanecer siempre a nivel del alfabeto” -dice. Lamborghini arrastró sus propias heridas, existenciales y literarias, bestias sabias que vuelven del futuro. Obsesiones que traspuso en la simultaneidad de extremos, en la conjunción de todas las figuras retóricas juntas y de perfectas retranscripciones, que quizá sea la única posibilidad de asir lo real, lo que llamo tragedia. Lamborghini, cercano a Libertella en el “yo, lector, me divierto”, aunque tan distinto porque Lamborghini, tampoco ajeno a su generación –como él puso alguna vez-, nos confundió siempre: fue un tipo que registraba su presente y si en las primeras ediciones al cuidado de Aira tenía formas más definidas (cuentos, novelas), los últimos libros nos mostraron la totalidad de un fragmento que subraya su propia definición de autor de un solo Texto. Un obra que entendemos más allá del jueguito teórico y temático y sexual. Como Libertella, otra vez, digo que si jugó, jugó solo con la vida y con su propia patografía.
Lamborghini no escribe más que sobre la vida y la vida es trágica, es decir, la vida es concomitante y así Lamborghini extrema los mitos llevándolos a la exasperación y el ridículo.
Osvaldo Lamborghini reescribe su obra, repite, repica y replica sus frases (“ya ya ya quien no se aburre rebuzna”) y cita y reforma y enrosca y se burla de sí y del lector (así escribe: “Pobres citas, pobrecitas” o “Es Tul, tissio”). Osvaldo Lamborghini enrula su obra sin parangón y así es trágico. Osvaldo Lamborghini va mucho más lejos que el repasar poéticas propias e impropias, va más lejos que la suma de puestas en abismos que podemos prever o entender.
Lamborghini canta, reza, inscribe una escritura orante y perorante que él mismo propone como “Literaturgia” al decir cosas como “y quien no ore no hable”, una oratoria trágica y lírica -repito. “Liturgia o drama” –dice Gabriela Borrelli en el posfacio a los últimos inéditos.
Textos cercanos a 1985 que son anticipatorios destilados de saber el estado literario futuro –nuestro presente- cuando escribe: “la arena es triste” y “está de moda escribir poemas” o más extensamente afirma: “locuciones mogólicas por el estilo de ´nos brinda´” (hoy diríamos “nos nutre”).
Su obra está hecha de ruinas terribles, desesperadas, enloquecidas, “prosa timada” -pero que es un continuar, un seguir, y “no podía por… por… una vez no… fracasar” -escribe. Una obra silabeante, local, lingüística. Literal, no hermética, o digamos: de tan literal, hermético.
Osvaldo Lamborghini es un bastión de nuestra literatura porque la sabe y sabe que “De la vida: saber otra cosa que el saber que la condena…”. La vida, la muerte y la obra así se cruzan y anudan sin solución de continuidad, sin tope, más bien a lo loco…
Entonces son sus libros los que sí ven un Purgatorio y un Infierno literario argentino porque incluyen visiones críticas como: “A Dios se le ha dado por el bad writting, por cierta estupidez cierta, criminal –pero el campo del inconsciente sigue abierto (no cerrado; como culo de muñeco)- y el tiempo del texto es el único tiempo de la vida, y el único vivible.” Lamborghini vio el Purgatorio del estado literario cuando apunta: “Ahora odian la vanguardia. Quieren que Siga habiendo his…historias, Historia. Hasta se conforman con un ´quento´ de Enoch Soames. Ajá: aja. Nadie es B., probeta en su tierra (…). El deje-nerado, el desesperado, el que-sufre sin cuento”.
Entonces ¿qué se le reprocha y qué se le celebra a Osvaldo Lamborghini? Hugo Savino una vez me escribió que se le reprochan “muchas cosas, pero la mayor es que O.L. haya bajado al Infierno y haya salido de ahí. Y que haya salido con el triunfo que se desprende de la obra. Eso es lo insoportable”. Entonces ¿quién se enoja y quién se anima con Osvaldo Lamborghini? Germán García dio un testimonio complejo, valiente, un simultáneo de literatura y amistad, envidia y reproche, es decir, pudo dar cuenta de la guerra literaria. Por esto veo que el feliz Purgatorio, el estado paralítico de nuestras letras -tal como entendió Néstor Sánchez, en un momento Lamborghini habló de “los aldeanos descerebrados por la escritura”- le reprocha que de su obra se desprenda un triunfo que está lejos de cualquier respetabilidad. Respetabilidad construida a partir de sometimientos, compromisos y reputaciones propias del mercadeo consagratorio. Osvaldo Lamborghini ha dicho claro: “Yo no hice una obra, hice / Una experiencia, experience (…) Yo quería escribir / y bien / no escribí / me dejé llevar por estupores, por / ´anotar en los márgenes´, por coleccionar / miserables cuadernitos de apuntes, para… / Mañana…”
Y si intentara definir lo que aquí propongo diría que separé y cité lecturas que deslindan a Osvaldo Lamborghini infinito, trágico y futuro de las operaciones míticas, quiero decir, de esa canonización que cita, memora y casi no lee. La que ajusta lugares para que los muertos queden en sus cajones. Se trata de dos políticas de lectura diferentes que hacen evidente que solo al Lamborghini mitologizado es al que puede pensárselo penando en el Purgatorio o celebrando en el Cielo, es lo mismo.
Osvaldo Lamborghini es autor de una obra genial, de versos con sentido y música inaudita, pero no es el artista-total que se quiere hoy componer y curar incluyendo un material gráfico, masa que no llega a pastel artístico –como dijo el polaco de algunas tramoyas no literarias. Frente a ellas, su obra se alza con una “honestidad irremediable” –como llamó Néstor Sánchez a esa mueca sin perdón de sus frases porque pocos la alcanzan. Sainetes que terminan en velorios –dice Thonis, dramática que afectó nuestra literatura, trastocó la lengua literaria y nos la dejó sin retorno. OL escenificó y describió la horda nacional -como la llamaba Nicolás Rosa. Simultaneidad de extremos y de opuestos, siempre una violencia fundadora -como entendió Freud- siempre una guerra en la literatura –como en la nuestra puso Arlt -según Carlos Correas.
Osvaldo Lamborghini / Laura Estrin
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Dejá un comentarioSi lo que caracteriza a los escritores “típicos” es la “obediencia a determinados códigos semióticos preestablecidos”, seguramente los autores cuyas obras analizaremos no son tales; sin embargo, si ser típico también implica haber logrado consagración o erigirse en un “representante” de algo no estrictamente literario (una época, una clase, una persona, un discurso), la cuestión ya es más compleja: no podríamos decir que se trató de escritores típicos en su tiempo, pero a lo mejor deberíamos admitir que se han vuelto típicos en nuestros días. Serían algo así como escritores “proto-típicos”, ya que su tipicidad no es la propia de su época sino más bien la de tiempos por venir. En algún sentido, los ensayos que componen la segunda sección van destinados a establecer en qué medida la contemporaneidad de estos autores está más ligada a ciertas nociones y filosofías que han adquirido difusión en este fin de siglo. Sin embargo, no puede escapársenes el hecho de que esta producción data de otros tiempos. No es lo mismo escribir de cierta manera ahora que hace treinta años. Quién sabe cómo escribiría Osvaldo Lamborghini (incluso notamos en su prosa un lenguaje crecientemente articulado, menos encriptado y aun –en Tadeys– una voluntad por pasar de la novela corta a la novela, algo así como un intento por abandonar esa escritura “de corto aliento” que algunos no han sabido valorar).
Respecto de Leónidas Lamborghini, una pequeña charla de café es suficiente para dejar en claro que no resulta muy afecto a las modas intelectuales, particularmente a las de nuestro tiempo.Así que este carácter proto-típico no les restaría cierta atipicidad siempre renovada.
Carlos Belvedere, Los Lamborghini. Ni “atípicos” ni “excéntricos” (Colihue, 2000, pp. 11-12)