Dejá un comentarioSegún contaba Marcelo T. Kashoga, esos indios eran gente muy amable y –contra lo que se piensa– de un refinamiento rayano en la delicada etiqueta del siglo XVIII. Pero más que por todo esto, que ponía al joven en un estado de ensoñación –y tanto Cintia como Cristina Boro se vieron inmersas en la estancia envolviente del relato–, más que por tan exquisita amabilidad, Marcelo T. se sumía en el encantamiento cuando recordaba las revelaciones recibidas de los indios. Describió entonces, para los oídos azorados de ambas mujeres, una escena que había constituido la suma de lo que aprendió entre ellos.
En esa escena, él estaba sentado junto al fuego con un anciano mapuche. Caía la tarde y del fogón se desprendía un olor a café, mezclado con ciertas especias que las tres nietas del viejo recolectaban en el solsticio de marzo y preparaban durante todo el invierno. Ahora, esas mismas tres doncellas se encargaban de llenar una y otra vez las tazas del viejo y del muchacho, que bebían apacibles, mientras contemplaban los colores de unas sierras bajas, rodeadas al pie por una extensa franja de araucarias. El silencio era tal, contaba Marcelo T., que casi resultaba perceptible el rumor acuoso de la savia en el pasto y que se distinguía –apenas se hacía un esfuerzo– del lejano murmullo de los humores más espesos de las araucarias, o bien podía escucharse el contrapunto del viento que siseaba entre las aguzadas hojas y la brisa suave proveniente de las pestañas de las nietas, que bajaban los ojos con pudor toda vez que, por casualidad, la vista del joven se cruzaba con la de ellas. Hasta que, finalmente, Marcelo T. le comunicó esas sensaciones al anciano.
—El que puede oír, tal vez, algún día, pueda ver —repuso misteriosamente el mapuche.
El joven asintió, atrapado a medias por el secreto que emanaba de esas palabras, pero pansando, también, que había en ellas cháchara de viejo. Es que —les explicó Marcelo T. a Cintia y a Cristina Boro— no se trataba de un anciano sabio ni de nada por el estilo. Como todos los viejos, chocheaba, refunfuñaba, era infantil y se olvidaba de las cosas. A tal punto era así que, a veces, las nietas le perdían el respeto, como cuando lo arrastraron de las piernas hasta un arroyo, porque el muy sucio llevaba cuatro días sin asearse; o como cuando lo echaron a coscorrones del morral de golosinas que le aumentaban el azúcar en sangre y le comían los dientes.
Al cabo de un rato, el viejo volvió a salir del sopor contemplativo. Levantó una mano y señaló las sierras.
Marcelo T. acompañó su relato, levantando también la mano, y las dos mujeres siguieron el gesto inútilmente, hasta encontrarse con un almanaque que rompió por un momento el encanto de la fábula. En la cocina, apenas se oía el zumbido de la heladera que parecía subrayar las palabras del joven.
—Esas sierras… ¿ve esas sierras? —preguntó el viejo.
Marcelo T. dijo que, naturalmente, las veía. Notó además que las tres nietas daban un respingo; a la más joven se le volcó media jarra de café; la mayor de las doncellas le susurró a la más hermosa, ocultando su boca con una trenza negra: “Ahora va a hablar de más”.
—Pero no son sierras, en realidad —agregó el viejo.
El muchacho permaneció mudo, intentando decifrar un sentido oculto en lo que había oído. Especulaba con que su falta de respuesta estimulara al mapuche para continuar. Las doncellas intercambiaron mensajes de alerta con los ojos, en tanto que las dos mujeres, en la cocina, traspuesto ya el umbral de la ficción, esperaban con Marcelo T. la respuesta del anciano.
—No eran sierras, en realidad —repitió el joven, penetrando a sus oyentes con una mirada que buscaba indagar en Cintia y en Cristina hasta dónde calaba su relato. Y antes de que alguna de las dos pudiera sacudirse del anzuelo con la brusca interferencia de la pregunta que tensaba el aire, Marcelo T. hizo lo que no había hecho antes con el viejo: la formuló él.
—¿Pero qué eran, entonces, esas sierras? ¿Eh?
—Son castillos… castillos que usted no puede ver —llegó desde los ecos de aquel valle patagónico hasta la cocina de Cintia la aclaración mapuche.
Tan pronto como el viejo hubo dicho esto, la mejor doncella desnudó como al azar un pezón oscuro cerca de la boca del joven, procurando distraerlo —y Cintia y Cristina debían disculpar tanto el realismo del relato como la realidad pagana de los hechos—, mientras otra comenzaba a tironear de las crenchas de su abuelo con el pretexto de que una peligrosa araña había comenzado a confundir su nido de hebras blancas con el cabello venerable y la tercera reclamaba auxilio ante no se entendía bien qué peligro.
Marcelo T., que no había perdido la calma, cubrió delicadamente el seno, peinó los cabellos del anciano y tranquilizó a la tercera. Acto continuo, pidió que se dejara hablar al viejo. Sacó un frasco de ginebra que brilló en la noche y puso más brillo todavía en los ojos de los cinco contertulios.
—Son castillos. Eso es todo —repitió el anciano. Las jóvenes doncellas ahora permanecían mudas; de una canastilla empezaron a retirar las vituallas que serían la cena.
—¿Pero es que se trataba, entonces, solo de hermosas cuevas que, en el habitual convivio con la naturaleza, se le imponían al indio como castillos majestuosos, donde la estalactita es un busto del tiempo y las extrañas fosforescencias minerales constituyen brocados laminados de oro? ¿Era solo eso? —atronó la voz narradora de Marcelo T.—, ¿era apenas la imaginación de un indio pobre que equipara, quizá con resentimiento, la riqueza natural que lo rodea a la riqueza poderosa del europeo? ¿Era solo eso?
Y Cintia pero con mayor énfasis Cristina Boro negaron con la cabeza, atónitas.
—No. Claro que no —respondió el anciano—. Allí, donde usted ve un pico, hay en realidad verdaderas almenas. Si el blanco insiste en que somos salvajes, solo puede ver montañas en nuestra arquitectura. Pero alguna vez se darán cuenta. Y no sé si nos conviene.
Marcelo T. Kashoga calló unos instantes y alzó la mirada hacia el cielorraso. Su nariz de pájaro parecía buscar en aquellas alturas las migajas sobrantes de su historia. En tanto, la señora Boro apreció ese silencio como una secuencia más de la narración.
—Los indios, acostumbrados a las lejanías, construyen de lejos —comentó el muchacho por fin, con un brillo evocativo en los ojos; parecía olvidado de su auditorio; la frase rebosaba de un extravagante hermetismo—. Para entender esas cosas —añadió, volviendo a tomar en cuenta a las dos mujeres—, es necesario ver como ellos ven.
Era ya evidente que el relato se perdía en estribaciones vacuas, pero el joven agregaba a los últimos coletazos la gradación debida para hacer más suave el regreso a la cocina. Movía la cabeza lentamente, a uno y otro cosatado, como si lamentara algo muy íntimo, al tiempo que su mirada iba descendiendo hacia el piso. Cintia sabía muy bien que esa era la forma con que su hijo distraía al auditorio para que el final no fuera tan brusco y permitía así que las resonancias de sus historias se fueran diluyendo en el punto de fuga conformado por su persona.
—Eso es todo —concluyó entonces.
Hugo R. Correa Luna, “Papel dorado”, en Pequeños animalitos (Dábale Arroz Ediciones, 2022).