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Categoría: Resonancias

El neobarroco es un sentimiento

Sé hacer —en todo caso— lo que imagino que los neobarrocos hicieron: negarme a ser neobarroco, tal vez porque en esa negación está el origen de su sentido. Niego y resto y desagrego en exceso para no soportar el rastro del vacío que nos horroriza. Porque cabría preguntarse por el origen micropolítico neobarroco latinoamericano, que no fue otra cosa más que la opresión, la censura, la inquisición, la dictadura militar: fuerzas de origen, pasajes entre lo que los brasileños llaman lixo (pobreza) y luxo (lujo); para no señalar tan sólo su proliferación en la sexualidad o en las andanzas marginales como lo hizo y lo logró Néstor Perlongher.

La poesía es ese proyecto del que nadie habla, como dijo Ashbery, porque nadie lo volvió asequible, nadie lo alcanzó y eso es neobarroco: esa distancia, esa querella tácita, esa guerrilla cifrada contra el otro cuchicheo de las Parcas. Aunque en ese proyecto esté tantas veces incluido uno mismo —a despecho de sus sentimientos si no de lo sentimental, que uno siempre detesta en la realidad pero colma de emoción en cada sílaba, en cada melodía barata. Supongo que debo decirles que todos estos años, en mi caso ya más de un lustro, no he hecho otra cosa que serle fiel a la incompletud y eso es acaso mi propio neobarroco estilo: intenté el fragmento, que no es sino el anagrama de mi propio nombre (rotura): no pertenezco al detalle, al corte, al di taglio etimológico sino a lo fractal, a aquello que por estar separado no se puede conectar con su entero.

Pero el neobarroco no fue un movimiento, fue una nominación. No se fundó. En eso radica su felicidad. No hubo gente trabajando en torno a la piedra o perla irregular llamado “berrueco”. Hubo más bien una dispersión fugaz, una impronta que resiste aún toda la fijeza.

Y al poco tiempo, y casi sobre su muerte, a Perlongher se le ocurre –y ahí hubo un tour-de-fórceps, como dijo Julián Ríos– la palabra neobarroso. Se produjo una invención, cantó otra partera: hubo una nueva nominación para neobarroco. Y aunque hay una justificación rioplatense del nombre, por el barro del fondo del río, también hay un efecto de superfluo, de contratapa o tapa en contra, como decía Osvaldo Lamborghini: algo no quería fijarse, ni legalizarse, ni territorializarse. En eso, insisto, está la felicidad o verdad entre comillas del neobarroco, en esa impermanencia que todavía resiste. En esa especie de non-sense.

El neobarroco es un movimiento de categorizaciones, muy amplio, y muy puntual al mismo tiempo. Es una actitud de época. Nadie lo definió mejor que Omar Calabrese, como categorización que excita el orden del sistema con fluctuaciones y turbulencias. Así Omar señala el poder del neobarroco como algo que no se adecua a las definiciones contrapuestas de clásico versus barroco, por ejemplo, sino que va más allá porque rechaza las ideas de un desarrollo o de un progreso, y también las de corsi y ricorsi históricos. Valerio Magrelli, en su prólogo a la versión en español de su libro Ora serrata retinae escribe: “…una cosa de la que estoy convencido es la visión no históricamente progresiva de la poesía (…), ese sentido casi progresivo de telenovela, por el cual se combatía contra un tipo de literatura clásica que, se suponía, empleaba instrumentos y estructuras canónicas, y, según este esquema, la Vanguardia colocaba las primeras mechas y hacía explotar las minas, encendía las hogueras y todo se desplomaba ante la victoria de la disociación lingüística.”
Ahora bien, el neobarroco siempre estuvo fuera de esa idea de progreso o mutación. Por lo tanto, me parecía inconcebible que el “Diario de Poesía” en su momento intentara generar una polémica oponiendo objetivismo a neobarroco. Me parecía que se extremaba la creencia en el carácter progresivo de los estilos y los géneros hasta imaginar que el neobarroco abarcaba de algún modo al objetivismo, en todo caso, en su fluidez expansiva. Muchos “objetivistas”, sin embargo, me confesaron sentirse neobarrocos: el neobarroco como el peronismo es un sentimiento.

Arturo Carrera, “Todo sobre el neobarroco”, en Misterio ritmo (Espacio Hudson, 2021)

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Inventar un paisaje / Lo que sucede

Hubo que inventar un paisaje, aunque quedó la costumbre de pensar que todo puede ser inventado, a contrapelo de los hechos, y no en el arte sino allí donde el arte se destruye. Se inventa felicidad donde solo hay amargura, un sol donde solo hay derrumbes, una foto dichosa para ocultar las casas bajo el agua. Lo que ocurre nunca sucede.

Hasta que nos sucede, con solo levantar la vista.

Solo hay un paisaje, y es el horizonte. Vivamos con eso.

Horacio Fiebelkorn, Cerrá cuando te vayas (Club Hem, 2016)

 

Que el poema no nace, es hecho. Opera atque artificia, producto del escribir y del arte. En ese acto, vagamente recordar cómo alguna vez el distingo entre artista y artesano no existió. Quizás tal hace sea ilusorio, jactancia; lo literario atribuyéndose la creación de algo, poema, cuando lo que en realidad ocurre es que el poema “sucede”. No pasaría nuestro trabajo de ser más que una tenaz invocación: tocar tambores para que llueva.

Alberto Girri, en “El motivo es el poema”, 1989/1990 (1990)

 

Girri no se propone reemplazar la realidad cotidiana por otra hecha de consorcios insólitos y relaciones nuevas […] su elección consiste en no escamotear el mundo mediante un embellecimiento enmascarador ni en reemplazarlo por las imágenes de la poesía. Desde el comienzo se resigna a la misión de denunciar un mundo hecho de contrarios, tenazmente inconciliables, y un lenguaje que siente enviciado por los residuos de tantos intentos de reconciliación frustrados”.

Enrique Pezzoni, prólogo a Antología temática, de Alberto Girri (Sudamericana, 1969) (citado por Horacio Castillo)

 

Esa lectura fue de entrada una pesadilla, porque leía a Carroll siguiendo a Leónidas y rebotando en Joyce y siguiendo a Leónidas otra vez y así. Eso hacen los escritores como Leónidas: nos inventan un paisaje desconocido. La lectura de la Alicia de Carroll pasada por Joyce y por Leónidas es una pesadilla particular de libro endemoniado en que manda el sonido. La Alicia que leía siguiendo a Leónidas no era sólo un escándalo lógico o filosófico como lo fue por ejemplo para Borges o para Deleuze, sino un escándalo de la pesadilla del lenguaje. Y en esa pesadilla Cronos va ahí en su linealidad inexorable como el tic tac del reloj pero de pronto: siempre será de pronto como una Alicia sigue al conejo. Arde, arde, es un de pronto, es un giro, una voltereta, un “bailemos Gitona” enloqueciendo a Dios. Son los poetas que más tiempo arriman los poetas del instante, se llevan todo con ellos ahí al instante, se llevan la pesadilla histórica arrastrada en una palabra como descolocado o en una vocal de la carroña que quedó pegada al esqueleto.

Un escritor hace eso, hace: no dice, hace eso de inventar un paisaje, y Leónidas me inventó otra Alicia aún antes de leer su Alicia y esa Alicia de Carroll ya era la de Leónidas. Y a esa invención la llamé Esto no es una conversación.

Milita Molina, “Leónidas Lamborghini: Siguiendo al conejo”

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